miércoles, 28 de marzo de 2007

Recensión

Obra: La genealogía de la moral, de Friedrich Nietzsche. Edición de Agustín Izquierdo publicada por EDAF, Madrid, 2000.

El propio Nietzsche sugiere en el subtítulo que su afán es el de “polemizar”. “La genealogía de la moral” es, pues, un texto irreverente, que Nietzsche compuso durante apenas tres semanas de 1887. Se trata, según parece, de una negación del origen trascendente de las normas morales y de las sensaciones psíquicas de la culpa y la mala conciencia. Nietzsche, catedrático de filología clásica, recurre a una argumentación de fundamento etimológico: el concepto de lo moralmente bueno procede de una arbitrariedad de los grupos dominantes. Fueron los nobles, los “encumbrados” de épocas prehelénicas, quienes atribuyeron el concepto de bondad a su propia conducta para distinguirla de la del populacho. Lo bueno fue definido así como todo aquello que estimula el deseo de poder, que despierta la voracidad de los instintos, que salvaguarda el libre fluir de las pulsiones. Nietzsche contradice por tanto a la escuela inglesa de Psicología, cuyos representantes niegan también el origen trascendente de lo bueno y lo malo, pero defienden que los estamentos depauperados alumbraron esos conceptos al recibir bondad o maldad de los poderosos.
La perversión de esa moralidad natural se produjo después, cuando un “pueblo sacerdotal”, el judío, incapaz de sacudir el yugo de Roma, urdió la más ladina y paciente de las venganzas: la transvaloración de los valores aristocráticos, una inversión de los significados ancestrales de lo bueno y lo malo. El “modo de valoración aristocrático” presupone una corporeidad vigorosa que anhela la guerra para ejercitarse; el sacerdotal se inclina por la atrofia de la sensualidad, por el ascetismo, por la impotencia, de ahí que el odio de los pueblos débiles hacia sus señores se exacerbe. “¿Quién de los dos ha vencido entre tanto?”, se pregunta Nietzsche, “¿Roma o Judea?” Y añade: “No hay ninguna duda: téngase en cuenta ante quien hoy en día en Roma misma se dobla la rodilla (…) Ante tres judíos, como es sabido, y una judía” (página 91).
¿Quién es entonces el Redentor, Jesús de Nazaret, esa encarnación del amor que anuncia la victoria de los desheredados? ¿Un aparente destructor de Israel, acaso, que no hace otra cosa que consumar la venganza y de quien los propios judíos fingieron renegar clavándole en la cruz? Nietzsche acusa al cristianismo de haber proscrito los instintos y con ellos al hombre feliz que se enorgullece de su corporeidad. Los valores cristianos han sido engendrados por el resentimiento hecho creador. Los débiles, los resentidos tienen vedada una reacción mediante las obras y sólo les queda contentarse con una venganza imaginaria.
Hasta ahí el contenido del primero de los tres tratados que componen la obra. Los dos siguientes interesan menos a la ética. Las consideraciones de Nietzsche en torno a los conceptos de culpa, deber y mala conciencia nos remiten a la relación contractual entre el acreedor y el deudor. La idea de que la voluntad es libre es reciente. El castigo es una suerte de restitución a la comunidad y se basa en la idea de que a cualquier delito es posible hallarle una equivalencia. El pago no se realiza mediante una compensación material, sino mediante el bienestar que experimenta quien asiste a una exhibición de crueldad impune.
En cuanto al tercer tratado, bastará decir que es una crítica a los ideales ascéticos –previsiblemente condenados por Nietzsche – y a la estética nihilista de Schopenhauer. Según Nietzsche, la celebrada estética de Schopenhauer deriva de una exégesis equivocada de la definición kantiana de arte como “lo que gusta sin interés”. Schopenhauer se sitúa en los ojos del contemplador y constata que la obra artística narcotiza la voluntad, relaja las pasiones y conduce a quien la contempla a un éxtasis de absoluta despersonalización, de desasimiento de las circunstancias. Pero Nietzsche afirma: ¿no es esa búsqueda de Schopenhauer una búsqueda interesada? El ideal ascético para los filósofos es, en primer lugar, “la liberación de la tortura”.
En el prefacio de la obra, Nietzsche confiesa que se dirige: a los integrantes de una reducidísima élite de lectores, los únicos capaces de comprender y aceptar sus conclusiones. Su estilo literario resulta a veces oscuro, pero es de agradecer que esté alejado del lenguaje técnico de los expertos; abundan las interjecciones, las metáforas, los rodeos de palabras, la sintaxis quebrada, las frases dilatadísimas. El texto parece improvisado, escrito convulsamente; carece de puntos aparte si excluimos los epígrafes que cada cuatro o cinco páginas dividen los tratados. Hoy, este intento de Nietzsche de responder a la pregunta de cuál es el origen de nuestro bien y nuestro mal podría ser juzgado como una mera curiosidad arqueológica. No es así. La genealogía de la moral plantea un problema que ocupa la centralidad del pensamiento postmoderno; descubre, en último término, que la historia es una mera representación urdida por los grupos dominantes para legitimar su dominio. Nada es, por tanto, sino que todo se construye y determina, y así se produce la impúdica intromisión de la política en ámbitos que hasta ahora tenía vedados, como la íntima libertad de los juegos infantiles.
El fundamento etimológico –empírico, por tanto-, del que Nietzsche se vale otorga a la obra como mínimo una apariencia de irrebatibilidad científica. Ahora bien, mis conocimientos de griego antiguo no alcanzan como para cuestionar el rigor de la investigación etimológica de un catedrático de filología clásica.
Si atendemos al espectro del siglo XIX que cubrió la vida de Nietzsche, resulta evidente que la obra, compuesta en 1887, es uno de sus escritos crepusculares. Dos años después Nietzsche fue internado en un sanatorio de Basilea tras haber enviado unas cartas en las que firmaba como “Cristo Redentor”. En 1890, se retiró con su madre a Naumburg, donde se abandonó a la apatía y la vida privada. Falleció en Weimar el 25 de agosto de 1900. Fue enterrado el día 28 en el panteón familiar de Röcken. Su nacimiento había acaecido el 15 de octubre de 1844 en la misma ciudad. Hijo de un pastor luterano que murió cuando contaba cinco años, cursó filología clásica en las universidades de Bonn y Leipzig; hacia 1865 publica sus primeros trabajos: “La rivalidad de Homero y Hesíodo” y “Los catálogos antiguos de las obras de Aristóteles”. Durante esta época se embebe de la filosofía de Schopenhauer y se produce un acontecimiento crucial en su vida cuando lee el Kant de K. Fischer. De esta obra extrae su doctrina epistemológica según la cual el entendimiento no basta para reducir completamente la vida. En 1869 accede a la cátedra de Lengua y Literatura Griegas en la Universidad de Basilea, pero la guerra franco-prusiana trunca su ascenso académico; Nietzsche acude al frente como enfermero voluntario. En 1871 publica “El nacimiento de la tragedia”, su primera gran obra por la que recibe innumerables críticas de los filólogos. Pasó los siguientes años ocupado en el ejercicio de la docencia y preparando su siguiente obra, el primer tomo de “Humano, demasiado humano”, publicado en 1878; en ese año se produce también la ruptura definitiva de su amistad con el compositor Richard Wagner, a quien dedica algunas páginas del tercer tratado de “La genealogía de la moral”. La segunda parte de “Humano, demasiado humano” es publicada en 1880 con el título de “El viajero y su sombra”. Llegado ese año, abandona su cátedra de Basilea e inicia sus años de filósofo errante, durante los cuales engendra sus más grandes obras: “La gaya ciencia” (1882), “Así habló Zaratustra” (1884), “Más allá del bien y del mal” (1886) y “La genealogía de la moral” (1887).
Friedrich Nietzsche fue, en fin, un hombre de vastísima erudición y hechizante sensibilidad. Su ética llama a desasirse del remordimiento y del complejo de culpa, construcciones culturales que reprimen las fuerzas concupiscentes y condenan al hombre. Estas fuerzas naturales son, a su vez, la única realidad; todo cuanto vemos es ficticio y está erigido sobre ellas. Su filosofía ha influido decisivamente en manifestaciones tan dispares como el fascismo o el anarquismo.

El Botellón en Salamanca

Ignoro a quién corresponde la culpa; sólo sé que la muchachada es soberbia e indócil y que un poco de salvajismo en la edad de la incontinencia es hasta saludable. Lo que es irritante es que ciertos diarios salmantinos muestren fotografías de los borrachos de la Sindical mientras se atreven con editoriales en los que deploran el ritual del botellón con argumentos tan mediocres como el de que las suelas de los zapatos se quedan pegadas a las baldosas los domingos por la mañana y así a ver quién va a misa. Parece que de lo que se trata es de enmascarar las razones íntimas del botellón para evitar que esa mácula impertinente arrumbe el simulacro.
Estabular a la muchachada en una ciénaga extramuros de la ciudad apenas resuelve nada. Pero esa prolongación del simulacro bastará para contentar a los vecinos. En la Sindical, la muchachada se envilece, ensaya poses obscenas y contorsiona el rostro de forma simiesca. Allí, a veces, se entrometen las cámaras impúdicas para registrar la mera anécdota. Poco a poco, sin que nadie quiera percibirlo, se desmorona la argamasa moral que hay detrás de cuanto nos rodea.

domingo, 25 de febrero de 2007

Los libertarians de la Cope

Los libertarians de la Cope consideran una agresión liberticida que la ministra Salgado prohiba los anuncios de una deplorable marca de comida rápida que se había meado en los acuerdos con el Gobierno para combatir la obesidad. Estos esclavos de la socialdemocracia, que quieren ser Espartaco para liberar la economía de la herencia de ese maricón elitista de Keynes, exigen la satisfacción inmediata y pasiva de su concupiscencia. Son herméticos a las verdades trascendentes, infértiles a la razón negativa; son animales porque su capacidad de representaciones lingüísticas se ha atrofiado y apenas pueden balbucear algún insulto desde las alturas. Viven de liberar con sus estómagos la hipertrofia productiva del capitalismo tardío y se refocilan en su servidumbre mientras apelan a la libertad de engullir hamburguesas hasta que sus arterias se colapsen.

domingo, 11 de febrero de 2007

Vindicación de Kevin Carter

Kevin Carter se redimió al desenmascararnos como espectadores inmorales. La indignación de quienes censuran que el fotógrafo no dulcificara la muerte de la niña es una pose grotesca. Los contertulios no toleran que alguien les insinúe su verdadera condición situándoles en los ojos de un carroñero, aunque luego perpetren obscenas exhumaciones para remilitarizar a los muertos de la contienda fratricida.

Creemos escapar a la gravedad de la conciencia proyectando en el cuerpo del fotógrafo nuestra propia apatía. Fustiguemos a Kevin Carter para no tener que fustigarnos a nosotros mismos: el calculado aspaviento calmará esa molesta reverberación que íntimamente nos delata y proporcionará a los periodistas otra coartada para seguir succionando la racionalidad de la audiencia.

Pero el desenlace fue prometéico. No es una deshonra aprovechar esa posibilidad que la naturaleza nos ofrece para compensarnos por los horrores de la vida; sólo el hombre puede recurrir al suicidio. Observo el pellejo acartonado de la niña sudanesa y Kevin Carter se redime de nuevo.

martes, 6 de febrero de 2007

Inauguración

Hoy enciendo esta humilde cerilla. Debo prescindir de la humanidad de la caligrafía, de la expresividad de mi pulso dubitativo, pero seré transparente. Me propongo ejercitar la prosa, descubrir metáforas, desarrollar ideas. Estas líneas son una declaración y quieren ser una imagen. Os bastarán para intuirme.